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Vía Appia Antica
Entre las antiguas carreteras consulares romanas,
la vía Appia fue la primera que tomó el nombre del
magistrado que la había ideado: Appio Claudio Cieco,
el censor y cónsul que también construyó el primer
acueducto romano (Acqua Appia). Siempre se la
consideró la carretera más importante - Regina Viarum
– entre las numerosas arterias que se irradiaban de
Roma para comunicar la Capital con las otras ciudades
del Imperio (aún hoy vale el dicho: “Tutte le strade
portano a Roma!” = Todas las vías llevan a Roma).
La vía Appia unía Roma a Nápoles, puerto de embarque
para Egipto y para África, y a Bríndisi, para Grecia y
Oriente.
Se necesitaban unos catorce días para recorrer
completamente sus 530 quilómetros de largo. Árboles
y elegantes mausoleos a ambos lados la carretera
consular. Numerosas tabernas diseminadas en su
recorrido ofrecían comida y alojamiento a los viajeros.
Todavía es posible imaginar a las legiones romanas
marchando sobre la calzada de regreso a la Capital.
Sobre la vía Appia el apóstol Pedro, obligado por los
cristianos a dejar la ciudad para escapar a la persecución
de Nerón, tuvo la visión de Cristo invitándole a volver a
Roma para testimoniar, con la crucifixión, su fe. Aún hoy
se recuerda el lugar de esta visión con la pequeñita iglesia
Quo Vadis. Según se dice, también San Pablo recorrió
este camino viniendo de Cesarea de Palestina y llegó a
Roma donde, en el año 67 d.J.C., sufrió el martirio en la
vía Ostiense. En nuestros días la calle todavía conserva
su fascinación. Majestuosos pinos, inmortalizados por el
compositor Ottorino Respighi (Pinos de Roma) y esbeltos
cipreses, unidos a las emocionantes ruinas romanas y
a las memorias de la iglesia de los orígenes, crean una
atmósfera romántica de especial sugestión cuando llega
el ocaso. Entrando por la Porta Appia, a la que más
tarde se dio el nombre de Puerta San Sebastián, la más
espectacular y mejor conservada entre las puertas de
las Murallas Aurelianas, se encuentran las primeras
y más importantes catacumbas. Siguen el Circo de
Majencio del siglo IV d.J.C. cuya ‘spina’ estaba adornada
con el obelisco erigido por Domiciano, tres siglos antes,
cerca de su circo (la actual plaza Navona). Por un
extraño juego del azar, el obelisco volvió a su lugar de
origen: fue reutilizado por Bernini, en el siglo XVII para
adornar la fuente de plaza Navona.
Luego se encuentra la majestuosa Tumba de Cecilia
Metella erigida hacia el año 50 a.J.C. en honor de Cecilia,
hija de Metello Cretico (conquistador de la isla de Creta) y
esposa de Craso, hijo del triunviro y general de César.